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Relato 2: No Debería...

Relato 2: No Debería...

No debería ser tan descarada, ni tan directa… no debería ceder a mis instintos, ni dejarme llevar por mis pasiones, ni por el deseo. No debería, no debería…

Eso dice todo el mundo, y si no lo dicen, yo sé que lo piensan. Sé que me juzgan, y eso que no saben apenas nada de mí. La verdad, no me importa, no podría vivir intentando agradar a todo el mundo, sobre todo cuando eso implicaría traicionarme a mí misma.

¿Qué me importa? ¿Por qué pierdo el tiempo pensando en esto, a quién tengo que dar explicaciones? Vale, a nadie le gusta que le juzguen, pero prefiero eso a vivir sometida al qué dirán.

Cada uno debería ser libre de vivir su vida según sus propios principios. La búsqueda del placer de una forma sincera no debería estar tan mal vista. Sobre todo porque el mundo se mueve gracias al placer, al deseo, al empuje de las personas que hacen las cosas desde las entrañas, y no desde el desánimo y la desidia.

¿El problema es que soy una chica, y para las chicas el sexo es mucho más tabú que para los chicos?… Sí, sobre todo porque, además, los prejuicios vienen dados por el resto del sector femenino, que condicionadas por absurdos clichés machistas, fomentan el odio y la competitividad entre ellas, atacándose sin piedad cuando deberían aliarse para poder vivir de forma realmente libre su sexualidad.

Mi sexualidad es mía, y la compartiré con quien quiera, sin dar más explicaciones de las necesarias.  Estáis invitados.

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Nunca fui una chica fácil. Siempre, desde muy joven, tuve claro que haría las cosas cuando me apeteciera, cuando yo quisiera, no cuando la edad o las amistades me empujaran a ello… Por eso, cuando empecé la Universidad, aún era virgen. A esa edad, 17 años, muy pocas de mis amigas seguían siéndolo, en algunos casos por decisión propia, pero en otros muchos, por no desentonar en el grupo, por no ser “la última” en contar tal o cual experiencia…

Como ya he dicho, eso nunca me importó.

A pesar de todo, mi sexualidad era bastante activa… Aprendí pronto a conocer mi cuerpo, disfrutaba de fantasías, conseguía información sobre el deseo, información tanto técnica como de opinión. Quería saber a qué me enfrentaría llegado el momento. Y disfrutaba de ese aprendizaje.

Aún así, me había enamorado en más de una ocasión, pero a esas edades resulta difícil avanzar en relaciones maduras, y yo lo era, demasiado para mi edad.

El hecho de no encontrar una persona que me diera esa madurez que yo necesitaba, hizo que pusiera mis “esperanzas” en el futuro… Si no había encontrado ninguna persona que me interesara realmente, simplemente esperaría. Sabía que sólo era una adolescente, y que tenía toda la vida por delante… algo que en mi entorno no se planteaba casi nadie: parecía que todo tenía que ser ya, ahora mismo, de inmediato.

Yo tenía más paciencia, y era más exigente.

La edad me dio tranquilidad y me ayudó a pensar qué experiencias quería vivir, aquello que poco a poco iría poniendo en práctica… Porque decidí que, llegado el momento, yo pondría de mi parte para vivir aquello que realmente quería.

Mi primera experiencia real fue con el que entonces consideraba “el amor de mi vida”, que obviamente no lo era…

Como decía, aquella primera vez me dejó claro que, si quería tener una vida sexual plena, tendría que trabajármelo… El amor estaba muy bien, sí, fue bonito que la primera vez fuera con un chico que consideraba especial, pero desde el punto de vista del placer, había mucho más que conseguir. Yo quería un hombre que supiera hacerme disfrutar, y no que sólo me utilizara para disfrutar él, algo que por desgracia es bastante común, y algo que se ha fomentado desde el lado femenino, dando por hecho que las chicas prefieren el romanticismo y el amor, al sexo.

Entonces, decidí ser mucho más agresiva, ser yo quien provocara los encuentros, quien pusiera límites o no, quien guiara cada encuentro hacia mi lado, buscando el placer que sabía podía conseguir, sin conformarme con medias tintas.

Sabía lo que podía sentir, y quería sentirlo.

Para ello, tenía que ser mucho más selectiva, y rodear cada encuentro de la intimidad, el tiempo y la dedicación que necesitaba… Obviamente, no se puede sacar mucho partido a 15 minutos en la parte trasera de un coche. No, tenía que ser diferente.

Entonces, puse en marcha una de mis fantasías de siempre: si quería aprender, tenía que empezar por aquellos que sabían, y sobre sexo, hay profesionales que te dedican todo su tiempo y atención.  Por supuesto, no pensaba pagar por tener sexo… ¿cómo conseguirlo, entonces?

De pronto, pensé en las secciones de contactos de cualquier diario. En ellas aparecían anuncios de chicos que, sin duda alguna, tendrían experiencia. El objetivo era llegar a alguno de ellos.

Dediqué varios días a estudiar estas secciones en varios periódicos: no iba a contactar con el primero que apareciera. Tenía claro que el chico en cuestión tenía que ser heterosexual, y dejarlo claro en su anuncio, vivir en mi ciudad, ligeramente mayor que yo, pero no mucho más, educado, que no incluyera las típicas frases o palabras soeces tan manidas en este tipo de anuncios.

A las dos o tres semanas, encontré uno que llamó mi atención. Se llamaba Daniel, tenía 32 años (y yo 23), se ofrecía sólo a chicas, y se describía como atento, amante del placer y presumía de dedicar tiempo a sus compañeras.

Era el único candidato aceptable que había encontrado. Y era el momento de ver qué posibilidades tenía con él… Pero sabía que ese plan me llevaría tiempo, tampoco quería irme con un desconocido a la primera de cambio.

Otra de las condiciones para empezar el plan, era que el chico en cuestión diera como contacto un teléfono móvil, ya que el plan era enviarle un sms “por error”, con ciertos detalles íntimos, muy sutiles, que le provocaran curiosidad. Si contestaba y entraba en el juego, el plan iría bien encaminado.

Y Daniel era el candidato perfecto. Cumplía todos los requisitos… ahora sólo faltaba ver si había química.

Di muchas vueltas al mensaje en cuestión… Redacté varios, y la mayoría los desechaba incluso antes de terminar de escribirlos, hasta que uno me convenció: me parecía simpático, cercano, misterioso y sensual…

“Hola Mateo (amigo ficticio), cuanto tiempo! Me ha pasado tu móvil Ana (también ficticia, y la excusa de la “equivocación” de número)… imagino que ya te habrán contado que Alex y yo rompimos hace un mes. Ahora voy a dedicarme a disfrutar… ¿qué tal tú con Jon? (que el supuesto amigo fuera gay eliminaba la posibilidad de que fuera un posible ligue). Llámame cuando vengas a Madrid y tomamos algo, ok?” (Sí, vivíamos en la misma ciudad). Y mi nombre como despedida, dejando claro que era una chica.

Así que lo envié, y esperé alguna reacción por parte del chico en cuestión. Eran las 12 de la noche, por lo que no creía que la respuesta fuera inmediata, pero sí lo fue.

“Me parece que te has equivocado, no soy Mateo, soy Daniel… lo siento”

Una respuesta más escueta de lo que esperaba… pero había contestado, y me había dicho su nombre, al menos ahora sabía que parte de lo que decía en su anuncio era cierto. Aún así, me tocaba echarle más imaginación para conseguir algo más de interacción por su parte. Había que responder.

“¡Disculpa! Me ha pasado una amiga el número y debe haberse confundido… siento mucho haberte molestado. Por cierto, bonito nombre”

Quizá la simpatía funcionara

Nuevo mensaje: “Gracias, y no te preocupes, no me molestas. Yo siento que hayas roto con tu novio”

¡Había entrado al juego!... Todo estaba bien encaminado, pero no quise seguir forzando la situación, por lo que dejé pasar el tiempo antes de contestar. De hecho, no respondí al mensaje hasta la noche siguiente.

Pasé todo el día pensando qué poner en el sms para que Daniel siguiera contestando, para que se enganchara a la conversación. Era obvio que mi objetivo había que plantearlo a meses vista, antes dudaba que llegáramos a conectar lo suficiente.

Aquella noche, envié el mensaje:

“Yo no siento lo que pasó, hay que mirar adelante y vivir nuevas experiencias, nunca se sabe a quién puedes conocer cada día”

Esperé unos minutos, y vi parpadear “Nuevo mensaje” en la pantalla de mi móvil.

“¿Te gustaría que nos conociéramos un poco más?... te dejo mi mail: dani_32@hotmail.com”

Ya estaba.

No contesté a ese mensaje, simplemente me limité a añadirle a mis contactos al día siguiente, lo que inició una serie de mails y conversaciones que nos ayudaron a conocernos un poco más… Tampoco mucho, nada de detalles personales, ni más información de la estrictamente necesaria. De hecho, me esforcé en que cada conversación llevara añadido cierto componente erótico que le desviara de posibles intereses sobre mi persona, y me cuidé de no curiosear en la suya.

Desde el principio fue sincero: me contó a lo que se dedicaba y se sorprendió un poco cuando vio que yo lo asumía de una forma muy natural. Obviamente, él no sabía que yo le había “buscado”. Nunca lo ha sabido.

Y aunque creí que me llevaría más tiempo, a la segunda semana de estar conectados, me propuso vernos.

En todo ese tiempo no habíamos intercambiado ninguna foto, tan sólo nos habíamos dado leves descripciones físicas para imaginarnos el uno al otro… y es que eso formaba parte del juego: nuestras conversaciones siempre habían estado muy enfocadas a temas sexuales, incluso con un par de excitantes sesiones de sexo telefónico, pero habíamos procurado mantener el misterio suficiente para que ese deseo se mantuviera vivo.

Un jueves, le propuse que pasara el sábado por la noche por mi casa a tomar una copa, después de cenar. Era muy explícito, y resultaba bastante excitante. Y aceptó sin pensarlo.

El objetivo inicial de meter un chico profesional en mi cama estaba casi cumplido. Era un riesgo, sí, y las pocas personas que conocen esta historia me dicen una y otra vez que cómo se me ocurrió meter a un extraño en casa, pero mira, así soy yo. Visto de ese modo, cualquier persona que conoces una noche y te lleva a un rincón, a su coche… es igual de desconocida, y casi nadie se para a pensarlo.

Yo prefería quedar con él en mi terreno, en mi casa. Donde yo me sintiera cómoda y protegida.

El viernes, sin embargo, sentí la necesidad de saber a qué me enfrentaba. No podía quedar con una persona que no había visto, que no sabía que aspecto tenía. Y se lo dije. Y aunque para él no era necesario, propuse que ese día previo, intercambiáramos unas fotos.

Puede que necesitara confirmar que Daniel me resultaría atractivo, que no me echaría atrás en el último momento. O puede que simplemente necesitara ver su cara, que ésta me ofreciera una impresión que me animara a lanzarme.

Ese día, a última hora, recibí su fotografía. No era ni de lejos mi tipo de chico, pero era muy sexy. Con todo el pelo rapado, casi al cero, musculoso, de mirada tranquila y sensual, con ojos grandes y oscuros.

Era lo que necesitaba para tomar la decisión final.

Y el sábado por la noche, a las 23h, sonó el timbre de mi casa.

Reconoceré que estaba bastante nerviosa, y excitada, pero sobre todo nerviosa. Yo había preparado unas copas, había puesto algo de música y encendido velas. Había creado un ambiente perfecto para lo que sabía que iba a suceder.

Cuando le abrí la puerta, me sonrió. Nos quedamos unos segundos inmóviles, en silencio, sólo sonriendo, hasta que abrí del todo y le dejé pasar. Se acercó a mí y me besó en la mejilla derecha. Un beso muy educado, pero al mismo tiempo cargado de lujuria: muy lento, de esos que te dejan sentir todo el contacto de sus labios en la cara.

Pasó al salón y se sentó en el sofá, y yo mientras, iba y venía a la cocina, preguntando qué tal había llegado, por el tráfico y lo difícil de la zona para aparcar.

Visto con perspectiva, todo era un enorme preliminar que, por cortesía, había que cumplir, pero que ambos estábamos deseando obviar.

Charlamos tranquilamente durante unos diez minutos, mientras tomábamos la copa, mientras nos examinábamos en silencio, mientras disimulábamos que nos interesaba realmente la conversación que manteníamos, y que sinceramente, nunca he conseguido recordar.

Lo único que se me quedó grabado, como desencadenante de todo, fue su frase de “pareces nerviosa”, a lo que contesté que no lo parecía, sino que realmente lo estaba. Entonces sonrió de nuevo y, avanzando apenas diez centímetros hacia mi lado en el sofá, me preguntó “¿Si me acerco, te pondrás más nerviosa?”. “Prueba”, le dije, mirándole directamente a los ojos y con una media sonrisa que, he de reconocer, me hizo sentir muy sexy.

Efectivamente, probó y se acercó muy despacio a mi (¿alguien puede explicar por qué el primer beso con una persona nueva siempre parece tan lento, se hace tan largo y lo deseas tanto, al tiempo que lo único que piensas es “venga, hazlo, ya”?) y nos besamos.

Aquello ya me dejó muy claro que sería una noche movida y agradable. En sólo diez minutos me había demostrado que era justo lo que buscaba: un hombre que sería capaz de darme placer y disfrutar viéndolo, disfrutar juntos…

Porque a partir de ese momento pasó algo que no había vivido nunca antes: absolutamente todo lo que hicimos, todo, lo enfocaba pensando en mí, en lo que a mí me gustaría, lo que necesitaría en cada momento, acoplándose a mis tiempos, disfrutando de cada segundo, literalmente, sintiendo que en cada segundo podíamos disfrutar de mil sensaciones diferentes.

Resulta curioso que él no notara nuestro desfase en cuanto a experiencia. Yo apenas había estado con 3 ó 4 chicos, y él tendría, seguro, un currículum interminable, pero nos entendimos perfectamente toda la noche. Toda esa noche, y las siguientes, porque no fue la única.

Tras el obvio y necesario tiempo de besos y caricias superficiales, que poco a poco ganaban intensidad, tumbados uno sobre el otro en el sofá, decidí que quería disfrutar en primera persona de la función y que, por mucho que él supiera, yo también sabía qué quería.

Y me senté a horcajadas sobre él, estando aún vestidos los dos…

Como chica precavida, había deducido que en el momento clave, me sería mucho más fácil deshacerme de un vestido que de unos pantalones, y que , además, a él le permitiría mejor y más fácil acceso a mi cuerpo, por no hablar de lo excitante de ponerse una bonitas medias ajustadas a los muslos y una botas altas de tacón.

Cuando me tuvo encima y frente a él, le resultó muy sencillo colar sus manos bajo el vestido, acariciando mis muslos, subiendo poco a poco por mi trasero y hasta mi cintura. Y verme dominante en el juego al quedar él en un plano inferior, al tenerme sobre sus piernas, era realmente sexy.

Resultaba muy fácil controlar la situación en esa posición: él tenía que mirar hacia arriba, y no podía acercarse a mis labios al menos que yo bajara la cabeza, poniéndolos a su alcance. Por eso, cuando quería que su boca acariciara otras zonas de mi cuerpo, lo tenía tan sencillo como retirarle mis labios, y enseguida buscaba cómo tener contacto directo con mi piel a través de otras zonas, dedicando tiempo, mucho tiempo, a mis pechos, a mis hombros, a mi cuello, dejando caer los tirantes que sujetaban el vestido y desnudándome poco a poco.

Por mi parte, poco a poco le fui desabrochando la camisa que se había puesto para mí… En una de nuestras conversaciones le había dicho que yo era muy buena quitando camisas, por lo mucho que me gustaba el ritual de desabrochar los botones y echarla hacia atrás, acariciando el pecho y los hombros al mismo tiempo, a lo que me contestó que se pondría una, como más me gustara, para nuestro primer encuentro. Le pedí que se vistiera con una negra, lo más suave posible. Y lo hizo.

Y por primera vez, toqué su torso, increíblemente duro y musculoso. Amplio y cálido, y del que no podía apartar mis manos y mis labios.

No sabría decir cuánto tiempo pasamos así, con preliminares tan intensos como cuando eres joven, y lo único que te permite la edad es juguetear explorando tu cuerpo y el de tu pareja.

Lo siguiente fue ponerme de pie, frente a él, mientras permanecía sentado en el sofá, para después arrodillarme entre sus piernas, concentrando mis atenciones en otra parte de su cuerpo, la más explícita y posiblemente la más alterada en esos momentos.

Y me recreé en la excitación que no podía disimular, y que me encantaba. Me dediqué a mil caricias superficiales, recorriendo sus muslos, acercándome cada vez más a su sexo, para después, poco a poco, desabrochar los botones de sus pantalones tejanos.

Podía ver la expresión de deseo un tanto contenido en su rostro. Y me sentía tan poderosa que no podía dejar de sonreír.

Y sin dejar de mirarle a lo ojos, empecé a masturbarle… muy despacio, con movimientos suaves pero firmes a los que él respondía cerrando los ojos para sentir con más intensidad cada caricia. Y aquello me excitaba casi más que a él, porque le tenía totalmente a mi merced y porque sabía que si quería más, él podría dármelo. Y tras las caricias manuales, dejé que sintiera la humedad de mi lengua en su sexo, rodeándolo y acariciándolo mientras no retiraba mis ojos de lo suyos.

No quería precipitarlo, no quería que aquel momento se desvaneciera en pocos minutos, por lo que frené el ritmo, me incorporé mientras pasaba mis dedos por mis labios y, separándome de él, me coloqué la ropa.

Coloqué los tirantes del vestido sobre mis hombros, di unos pasos hacia atrás y me senté en una silla, con las piernas cruzadas, en el lado opuesto a Daniel, frente a frente. No dejaba de mirarme, y había empezado a quitarse parte de la ropa que le quedaba puesta.

Y entonces, se acercó a mí, que seguía sentada en la silla, se arrodilló, subió la falda de mi vestido hasta mi cintura y separó mis piernas.

Yo llevaba unas braguitas bastante ligeras, de encaje negro, que no le costó mucho apartar ligeramente… No, no me las quitó, sólo las apartó lo suficiente para tener acceso a mi sexo, pero de una forma más excitante, mientras seguía sólo a medio desnudar, como si tuviera que cuidar que alguien pudiera vernos.

Entonces pude sentir su respiración junto a mis muslos, mientras sus dedos se movían muy despacio junto a mi sexo, acariciando el pliegue que unía mis piernas a mi pubis, apoyando su cara en mi ingle, dejándome sentir la rugosidad de una barba incipiente en ella, con todo el significado erótico de tener un hombre junto a mi sexo.

Sus dedos jugaban con el elástico de mi braguita, que poco a poco se descolocaba y dejaba a la vista partes de mi cuerpo tan temblorosas como ansiosas, que no podían esperar más pero que tampoco deseaban un ritmo mayor: aquella lentitud, aquellas pausas casi desesperantes, que me hacían pedir más y que al mismo tiempo quería conservar toda la noche…

Cuando sentí su lengua acercándose a mi sexo, subiendo por el muslo, mis piernas temblaban. Me aferraba a ambos lados de la silla y mi cabeza había cedido rigidez para dejarse caer hacia un lateral, cerrando los ojos a fin de poder sentir cada movimiento. A veces mis manos se acercaban a sus hombros, moviéndose desde allí hacia su cuello y su fuerte mandíbula, dejando que uno de mis dedos se acercara a su boca y la entreabriera, para sentir el contacto cálido de su piel en mis yemas, pero de nuevo volvía a tensar mis brazos sobre la silla, intentando que ellos me sujetaran y mantuvieran mi postura, ya que mis piernas estaban totalmente rendidas y dormidas. Intuyo que mi cuerpo, de una forma bastante inteligente, optó por anular parte de mi movilidad para sentir con mucha más intensidad otras partes de mi anatomía.

Con unos de sus brazos rodeó mi cintura, acercándome a él, mientras el otro seguía accediendo a mi cuerpo, con su mano y dedos acompañando a sus labios, para llegar a los míos. Pude sentir la suavidad de su lengua abriéndome poco a poco, y pude sentir toda la humedad y el calor de su boca, entrando en mi.

Intentaba mantener el silencio para poder escuchar su respiración. Me excitaba oír sus gemidos, aún suaves, pero graves, mientras respiraba y me degustaba, transmitiéndome lo mucho que le agradaba, y no podía dejar de pensar cómo poco a poco esos gemidos irían aumentando, cómo sería tenerlos cada vez más cerca, cómo sería sentir la gravedad de su voz oculta bajo esas respiraciones, junto a mi cuello, junto a mis oídos, al tenerle sobre mi, al sentirle entrar dentro de mi.

Cuando de repente paró, me sentí desconcertada, como si me hubieran despertado de golpe de un buen sueño, y debió notar esa extrañeza en mi cara cuando me dijo “así estarás más cómoda”. Me tomó de la mano y me tumbó en el suelo. Y entonces empezó a desnudarme muy lentamente. Desabrochó la cremallera lateral de mi vestido azul para poder subirlo desde mis caderas a mi pecho, y de ahí, pasarlo por mis hombros para poder quitármelo del todo. Sin él, yo estaba totalmente desnuda de cintura para arriba, con los brazos extendidos sobre mi cabeza, pero mantenía puestas las braguitas negras, descolocadas, y las medias a medio muslo con las botas. Me veía a mi misma como una de esas chicas de las películas que nunca se desnudan del todo cuando practican sexo, creando imágenes fetiches para los hombres, que luego suelen querer revivir en cada uno de sus encuentros.

Pensé que Daniel me dejaría así, pero no lo hizo. Él quería prescindir de todas esas prendas, y dedicó varios minutos a desnudarme, muy despacio, bajando las cremalleras de mis botas y tirándolas al un lado de la habitación donde no molestaran, bajando el elástico cada una de las medias para ir desajustándolas de mis muslos, y, por último, bajar las braguitas desde mis caderas hasta los tobillos, al tiempo que permitía que las palmas de sus manos estuvieran en contacto permanente con mi piel.

Entonces, se incorporó y le ví terminar de desnudarse a si mismo, mientras me miraba, con sus labios entreabiertos y sus ojos fijos en los míos y en las caricias que yo misma había empezado a dedicarme, en sustitución de sus manos. Normalmente los chicos con los que yo había estado eran demasiado impacientes como para dilatar un momento así, y mucho menos para saber disfrutarlo. Me resultó prometedor que Daniel no tuviera prisas, no podía dejar de pensar que aquel encuentro sería largo, e imaginar aquel estado de excitación durante horas me hacía sentir al borde del orgasmo.

Se tendió a mi lado y, sin decir nada, me giró levemente, dejándome apoyada sobre mi costado, casi en posición fetal, de espaldas a él. Y pasó su mano por toda la longitud de mi cuerpo, desde el hombro, bajando por el lateral del torso, a mis caderas, por la curva de mi trasero y bajando por el muslo… para después introducir su mano entre mis piernas, a la altura de mis rodillas, y volver a subir. Lo hizo dos o tres veces, al tiempo que sus labios recorrían el camino contrario, subiendo desde mis hombros, por mi cuello, hasta mis labios, y volver a bajar, haciendo parada en mi cuello de nuevo, una parte tan sensible en mí en tal estado, que me hacía gemir como si le tuviera dentro de mi cuerpo.

Y tras aquello, me giró de nuevo, me puso boca arriba, y retomó la labor de acariciar cada centímetro de mi cuerpo, muy despacio, sin dejarme moverme, sin dejarme hacer otra cosa sino disfrutar. Y noté sus manos sobre mis clavículas, para bajar por mis pechos, evitando las zonas más evidentes y dedicando tiempo a aquellas otras más olvidadas: el lateral hundido que une los pechos a las axilas, el costado desde éstos hasta la cintura, girando levemente hacia el interior para terminar junto al ombligo, y recorrer los centímetros que lo separan del pubis con sus labios, para volver a acariciar ese nacimiento y desviarse hacia las ingles, bajando desde ellas por el interior de los muslos, para volver a subir, acercarse a mi sexo y no llegar a tocarlo, dar vueltas y más vueltas haciéndome desear un contacto más directo, pero no darme el placer que tanto necesitaba, acrecentando mi deseo.

Pasó mucho más tiempo de lo que yo esperaba jugando con mi piel, dedicado exclusivamente al sentido del tacto, un sentido que solemos tener bastante olvidado por la urgencia y las prisas del contacto físico directo, pero que desde aquel día no puedo negar que es mi favorito. Probablemente nada es tan sensual y tan agradable con sentir el contacto de otra piel sobre la propia.

Y tras lo que parecieron horas, me tomó de la mano y me incorporó, de rodillas ambos, a su lado, colocándome frente a él, para acercarme totalmente a su cuerpo, dejándome sentir no sólo su excitación física y evidente, si no también su agitación interior, sintiendo los latidos de su corazón sobre mi pecho y su respiración y aliento entrecortados sobre mis hombros, mientras me tomaba de las caderas para mantener su cuerpo y él mío sin un solo milímetro de separación.

Pude acariciar su espalda, musculosa y cálida, sus hombros y subir por su nuca, para guiarle hacia mis labios, mientras él me susurraba al oído “¿te gusta?” y yo no podía ni siquiera pronunciar un sí que, por otro lado, era bastante evidente.

Entonces, dejó caer su brazo derecho entre nuestros cuerpos, para llegar a mi pubis, y abrirlo poco a poco para seguir estimulando mi sexo, para, pasados unos segundos, cambiar de táctica y volver a apoyar ese brazo en mi cintura y usar el contrario, esta vez bajando por mi espalda, para explorar mi sexo desde mi trasero… y, en esa postura, ir sentándose poco a poco en el suelo, mientras yo seguía de rodillas, para después colocar mis piernas en los laterales de su cintura, y quedar semi-sentada a horcajadas, sobre él, esta vez totalmente desnudos y bastante excitados. Sin dejar aún que su sexo contactara directamente con el mío, que seguía recibiendo esas caricias traseras, al tiempo que yo movía mi pubis contra su muslo, estimulando mí clítoris con la dureza y tensión de su cuerpo.

Entonces, pegada mi boca a su cuello, le susurré que quería tenerle dentro, que no podía mas y necesitaba sentirle, pero que me dejara ahora seguir el trabajo a mi. Me incorporé lo suficiente como para colocarme en cuclillas sobre él, dejándole tendido por completo en el suelo, de forma que pudiera ver todo lo que iba a hacerle. Y así, en cuclillas, me fui moviendo hasta sentir el contacto de su pene junto a mi sexo, para moverme ligeramente sobre él, de forma que pudiera sentir mi humedad y excitación, pero lo bastante lejos como para que el contacto fuera sutil y capaz de hacerle enloquecer por no poder llegar más allá. Quería que sus ganas fueran aumentando, que no pudiera sentir más el roce y las caricias, y me pidiera por favor que le dejara llegar al fondo de mi cuerpo…

En efecto, sus gemidos, esa respiración entrecortada grave que cada vez era más intensa, me decían que necesitaba que yo cediera a esa necesidad, que necesitaba que guiara su cuerpo al mío y lo dejar entrar, abrirse paso y notar todo mi calor y mi deseo. Y cuando ya no podía aguantar más, dejé caer suave pero intensamente mi cuerpo sobre él, sintiendo como me llenaba, como completaba esa parte de mí que necesitaba sentir esa pasión dentro. Y tras unos segundos de inmovilidad, empecé a subir y bajar, impulsando mi cuerpo con mis piernas, primero despacio, para dejarle salir del todo y volver a entrar, deseando acelerar el ritmo pero disfrutando de la lentitud que hacía que nos temblara todo el cuerpo, para ir ganando intensidad a medida que nuestras respiraciones se aceleraban, a medida que la intensidad de las caricias aumentaba y pasando a agarrar con desesperación y deseo el cuerpo del otro.

Y mientras no podía hacer otra cosa que sentirle dentro de mí, sus manos volvían a contactar con mi sexo, para acompañar sus embestidas con sus dedos sobre mis clítoris, jugando son mis labios, abriéndolos un poco más y poder disfrutar de un contacto mucho más directo en todo mi cuerpo.

Cuando mis piernas casi no podían soportar más el vaivén, asentó mis rodillas en el suelo, pasando a  mover mis caderas en círculos, con todo su sexo dentro de mi, pero con el objetivo único de estimularme a mi, y mientras, poder besar mis pechos y jugar con la dureza de mis pezones.

Y sin apenas tener tiempo para acostumbrarme, se movió ágilmente debajo de mi para incorporarse, dejar caer mis brazos hacia delante, de tal forma que mi cuerpo quedaba a gatas, y situarse detrás de mi, acariciando mi espalda desde la nuca al trasero, bajando por toda la extensión de mi columna, clavando suavemente las yemas de sus dedos sobre mis nalgas, y pasar su sexo por ellas, buscando que poco a poco se fueran acoplando, para pasar a controlar él la situación… Se movió detrás de mi buscando que la humedad de mi sexo que lo guiara hacia donde yo necesitaba, mientras agarraba mis caderas y movía mi cuerpo a su merced, marcando su ritmo, dedicado, ahora sí, a su placer… y sentir que me usaba de esa forma me volvía loca de placer.

Mi cuerpo estaba tenso y agotado, sentía calambres en los brazos por las posturas un tanto forzadas, y las piernas me temblaban por el hecho de retrasar tanto esa explosión que llevaba horas esperando, pero no quería que terminara… Y así, a gatas, con él detrás de mi, me incorporé para quedar erguida, con él a mi espalda, mientras seguía sintiendo como entraba una y otra vez dentro de mi cuerpo, y tomé una de sus manos, guiándola hasta mi sexo, marcando el ritmo que necesitaba y que estaba segura me llevaría a tocar el cielo.

Le tenía detrás de mi, penetrando mi cuerpo con intensidad y deseo, mientras sus labios mordían mis hombros y mi cuello, y su mano estimulaba mi clítoris con movimientos largos y profundos…y entonces, sentí que mi sangre hervía, noté un calor interior tan fuerte, que salía de mi espalda, y se expandía por todo mi cuerpo, y noté latir mi sexo con intensidad, con la intensidad de un orgasmo brutal que explotó dentro de mi con una fuerza que nunca había sentido, provocando unas contracciones tan fuertes que por unos instantes perdí la noción del tiempo y del espacio, y me descubrí gimiendo desde las entrañas, sin poder controlar mi cuerpo, sin querer hacerlo… para poco después, oírle a él decirme “yo también” y notar su cuerpo crisparse pegado al mío, mientras apretaba mis caderas a su cuerpo y sentía las contracciones de sus músculos detrás de mi.

Y después, el agotamiento dejó paso a las respiraciones acompasadas, que poco a poco se iban suavizando, retornando a sus tiempos habituales, mientras su cuerpo, tendido junto al mío, se mostraba relajado y abierto, con una de sus manos apoyada en mi cadera, casi junto a mi ombligo, y su cabeza entre mi brazo y mi pecho, besando el costado de mi torso.

Probablemente una de las mejores experiencias de mi vida, y aunque Daniel y yo compartimos algunas más, eso ya os lo contaré otro día.

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